miércoles, 28 de diciembre de 2011

THE MUPPETS (2011): ¡¡¡VIVA GODARD!!!

El día martes 27/12 concurrí a una avant premiere de The Muppets (2011) organizada por la revista de crítica de cine especializada El Amante.

Antes que nada, aclaro que no soy fanático de estos bicharracos de goma espuma ni mucho menos. A decir verdad, aunque no me guste la palabra, soy bastante indiferente en este caso. Por eso, cualquier comentario aquí esbozado sobre esta nueva película de Disney surge desde una visión puramente neutral, desde la opinión de un simple cinéfilo que aprovechó la oportunidad de una avant premiere para ir a entretenerse un rato y a curiosear sobre un mundo desconocido.

Debo decir que a partir de hoy voy a comenzar a prestar mucha más atención a este tipo de propuestas. La nueva película de la pandilla liderada por Kermit, the Frog –o la rana René, para los fanáticos latinoamericanos– realmente se las trae, y demostró que dará pelea en lo que se refiere a las mejores películas estrenadas en las salas locales el año que está a punto de comenzar.

En primer lugar, la película tiene un ritmo frenético. Es increíble cómo en poco más de 90 minutos pueden entrar tantos gags, escenas y personajes alocados. Esto se debe a un excelente guión por parte de Jason Segel –también protagonista– y Nicholas Stoller –director de las interesantes Forgetting Sarah Marshall (2008) y Get Him to the Greek (2010)–, personalidades claves de la Nueva Comedia Americana, según la denominación de los críticos de la revista mencionada más arriba.

Obviamente, si al guión nos referimos, éste no escatima en chistes y gags inocentes y llenos de ironía típicos de una propuesta con estos personajes y dirigida a un público infantil pero también adulto. Sin embargo, lo que abunda –y, en fin, lo que más gratamente me sorprendió– es el sentido de homenaje que hay a lo largo de la película no sólo hacia los Muppets –al fin y al cabo, el guión surgió en forma de tributo por parte de Segel y Stoller para traer de vuelta a estos personajes y que las generaciones más jóvenes puedan conocerlos– sino también al cine y los géneros cinematográficos.

Porque más que el festival de los Muppets, el filme es el festival de la autoconciencia cinematográfica. No quedan clichés genéricos sin ser triturados y burlados, sin ser desmenuzados para darles una vuelta de tuerca.

Hay una escena muy graciosa que grafica esto. La pandilla debe ir a buscar a un personaje muy importante a Francia. El problema es que están en EE.UU. –en Hollywood, más precisamente– y no tienen forma de viajar. Son dos humanos –Segel y una siempre hermosísima Amy Adams– y veinte muñecotes de goma espuma apiñados en un auto. Es ahí cuando uno de los títeres dice que es imposible viajar a Francia porque la película no dispone del presupuesto suficiente (!!!). Aún más, la solución de la escena es tan simple como ingeniosa que uno no puede parar de reírse y sorprenderse por la magnitud de la burla.

En ese momento no lo pensé, pero luego me pregunté si inconscientemente no estaba riéndome finalmente de mí mismo –en tanto espectador– por lo absurdo de tamaño cliché cinematográfico tantas veces utilizado en películas de aventura y espionaje y en el que tantas veces hemos creído como algo completamente natural –además, nótese la genialidad de ir de Hollywood hacia Francia, la meca de la Nouvelle Vague, que tanto se (pre)ocupó de romper los cánones cinematográficos establecidos.

De ahí que The Muppets sea para mí una de las propuestas más ingeniosas de estos años en lo que a desarrollo cinematográfico se refiere. Si bien hay algunos chistes forzados y otros un tanto burdos –como aquel de los zapatos con un uso muy particular–, es placentero observar su factura técnica –la fotografía y el manejo de los títeres son envidiables– y el desparpajo con que se narra una historia simple, clásica. Porque la genialidad de The Muppets está en que se nutre del Hollywood más clásico –en el sentido de la narrativa cinematográfica– para pasarle con un camión por encima e imponer sus propias reglas. Al fin y al cabo, ¿a qué niño le interesan las reglas y los códigos? Esto es juego, señores, y a jugar se ha dicho.

Como comentario conclusivo, me encantó ese cierre con el crecimiento simbólico de Walter, en las alturas, en contraposición con los primeros planos del filme, cuando Walter se lamentaba al ver que su hermano Gary crecía y él no. Creo que esto también resume un poco la simplicidad y prolijidad de la película.

En fin, The Muppets fue una muy grata sorpresa que sin duda tendré muy en cuenta al hacer mi balance anual de los estrenos de aquí a un año.

lunes, 26 de diciembre de 2011

EL ESTUDIANTE (2011): UN MILLÓN DE MIRADAS Y DOS ASADOS

Una serie de reflexiones sobre la mejor película de 2011.

Tuve la oportunidad de volver a ver El Estudiante (2011) hace un par de días. El segundo visionado de una película suele tener para mí un valor clave. Dado que ya estoy al tanto de la línea argumental, me puedo concentrar en la puesta en escena, las referencias cinéfilas, algunas escenas particulares que me hayan gustado la primera vez que vi el filme, y demás.

Las siguientes líneas tratan sobre pensamientos que fueron surgiendo algo desordenadamente durante ese segundo visionado. Algunas horas después comencé a unirlos y me convencí finalmente de que, para quien escribe, y teniendo en cuenta que no vi tantos filmes como hubiera querido, El Estudiante es la mejor película del año.

El Estudiante tuvo un exitoso paso por el BAFICI 2011 –donde obtuvo el Premio del Jurado– y por unas pocas salas comerciales –al día de hoy, la película ha convocado casi 25.000 espectadores, una cifra excelente, a pesar de que no tiene lugar en las salas más importantes, debido a que fue producida de manera independiente, ‘por fuera’ del INCAA, lo cual la condicionó al momento de obtener la calificación del Instituto y poder así estrenarse normalmente.

Hay un prejuicio muy grande en la sociedad argentina frente al cine nacional. Lamentablemente, sigue habiendo una parte importante de los espectadores que no se interesan en lo más mínimo por las producciones locales.

Muchas veces, esto tiene cierto sustento en la falta de originalidad en el guión de muchas de las propuestas así como también una cierta tendencia –por momentos exacerbada, a mi gusto– por generar un cine más apto para los festivales internacionales que para la cartelera vernácula.

Confieso que cuando comencé a escuchar a la crítica especializada hablar sobre El Estudiante, me contagié un poco de ese prejuicio y no le dediqué mayor atención a lo que en ese momento consideré una película argentina más. Sin embargo, a medida que me iba interiorizando en la sinopsis del filme así como la filmografía de su director y actores, el hecho de que tenía una banca muy importante de Pablo Trapero y los pormenores de su realización, decidí que era una cinta a tener en cuenta al momento de su estreno.

Meses después, cuando finalmente llegó al cine del Centro Cultural San Martín –¡cómo costó conseguir entrada!– confirmé que la espera no había sido en vano y que estaba en presencia de una de las mejores películas argentinas de los últimos años.

El filme tiene una gran calidad narrativa, con un ritmo envidiable, milimétricamente calculado, con un guión de hierro, donde las palabras y los gestos están cuidados al extremo, y con actuaciones espectaculares que hacen que uno se pregunte, por ejemplo, qué hacía Esteban Lamothe –el protagonista– filmando publicidades de agua saborizada en lugar de películas.

El relato gira en torno a la historia de Roque Espinosa, un joven del interior que llega a la ciudad de Buenos Aires para cursar –por enésima vez– una carrera universitaria. Sin embargo, desde el primer instante podemos advertir que a Roque no le interesa tanto la vida académica sino el sexo opuesto. Pero con el correr del metraje, Roque se irá involucrando con Paula, una bonita joven que lidera Brecha, una agrupación política, y así empezará a darse cuenta de que tiene una gran capacidad para desenvolverse en el ámbito político universitario.

Los críticos especializados suelen comenzar sus reseñas refiriéndose a El Estudiante como el relato de un rito iniciático. Si bien no estoy en desacuerdo, creo que es posible hablar no sólo de una iniciación sino también de una confirmación. Si bien es claro que Roque no está inmerso en el mundo de la política universitaria, se nota que tiene algunos conocimientos y opiniones sobre esta disciplina –aunque muy básicos, los tiene, y se muestra firme al expresarlos.

En este sentido, si bien el relato se apoya en la iniciación de Roque en la política y su funcionamiento, el filme también nos muestra a una persona que se comporta como un político aún cuando no hace política. Así, vemos a Roque seduciendo mujeres con sus palabras y movimientos. Es inteligente, metódico, puntilloso en sus acciones, paciente, calculador, previsor. Esta parsimonia se nota en su forma de hablar: nunca alza la voz, nunca se enoja –de hecho, por más que la película tiene varios puntos de tensión, Roque sólo se enfurece en un momento, y no es por una cuestión política sino puramente amorosa.

Roque conoce a las personas porque las observa. Las mira todo el tiempo, no deja de clavarles los ojos. Mira cómo se mueven, cómo se comportan con lo que y con quienes los rodean. Los sigue, se pega a ellos. Y a partir de allí, comienza a elaborar su estrategia. Por eso, El Estudiante no sólo muestra la iniciación de Roque en la política sino que lo confirma como un seductor, aspecto clave al momento de hacer política.

De ahí que El Estudiante sea una película sobre miradas. Por eso predominan los planos medios cortos y primeros planos, los planos en teleobjetivo que permiten acercarnos a los rostros de los personajes. La cámara es como la mirada de Roque, que intenta penetrar en lo más profundo del prójimo de forma de poder conocer sus últimas intenciones. Así tal vez Roque simbolice también esa idea baziniana del cine como instrumento capaz de encontrar la esencia misma de aquello que miramos.

Hay dos escenas en particular que llamaron mi atención, y en las dos el contexto es el mismo. Me refiero a las escenas del asado en la quinta de Acevedo y el asado en la casa de Valeria, la ‘amigovia’ de Roque. En la primera, vemos una reunión clave entre Roque y sus nuevos compañeros de Brecha junto al viejo líder universitario, quienes además reciben la visita de Hipólito, un amigo de Acevedo que también resulta ser un animal político. En el segundo asado, bastante cercano en cuanto al metraje, vemos a Roque, Valeria y Horacio, el padre de la chica, en una cena casi familiar en el fondo de su vieja casa de Avellaneda.

Ahora bien, algo que me llamó la atención de estos dos momentos es la puesta en escena. Mientras que el asado en la quinta de Acevedo transcurre de día, la cena familiar de Roque con su familia ‘adoptiva’ se da durante la noche. No hay nada raro en disfrutar de un asado de día o de noche, pero sí es extraño en el contexto de El Estudiante. Si bien los dos momentos están retratados de un modo netamente naturalista, da la impresión de que el almuerzo en la quinta de Acevedo tiene una factura ficticia, alejada del canon de puesta en escena que plantea el resto de la película. Nótese que el 95% del filme transcurre durante la noche, en interiores o escenarios derruidos, sucios, iluminados por luz artificial de un amarillo mugroso –algo que el director Santiago Mitre destacó como un toque intencional en varias entrevistas. El asado en la quinta está alejado de todo ello. Se trata de un almuerzo donde predomina la luz solar y el verde del pasto y las hojas de los árboles. El asado en la casa de Valeria, en Avellaneda, no sólo se da de noche y con una iluminación de tungsteno en clave baja, sino que el lugar destaca por su abandono, con los ladrillos de las paredes picados y las baldosas del piso rotas.

Aún más, los diálogos entablados entre los personajes tienen algo de característico. En los dos momentos predomina un toque de comedia, con chistes entre los comensales. Y en ambas oportunidades, dicha actitud jocosa es entablada por los personajes más viejos en la escena –Hipólito en la quinta, Horacio en la casa de Avellaneda. Sin embargo, mientras que en la quinta de Acevedo los chistes rozan casi lo violento, con descalificaciones para con un conocido de Hipólito, en Avellaneda Horacio la emprende con Roque pero con un chiste totalmente inocente acerca de a quién le tocaba comprar la carne para el asado.

Son dos momentos similares a primera vista, pero muy diferentes en cuanto a puesta en escena, personajes y contenido. El asado en la quinta luce aislado del resto de la película en cuanto a la puesta en escena, pero muy cercano en cuanto a su contenido, haciendo posible una mayor asociación del mismo con la linealidad argumental del filme en su totalidad. La escena del asado en Avellaneda luce cercana en la puesta en escena pero extraña en cuanto al contenido –es extraño aún para Roque, que recibe un trato llamativamente cálido por parte de Horacio.

Es como si Mitre nos dijera que lo que se da en la quinta de Acevedo hace a la historia –de hecho, es un momento muy importante de la misma; véase por ejemplo el maravilloso plano de Roque y Acevedo caminando por el patio, emulando la famosa foto del pacto de Olivos– pero lleva en su seno una marca de extrañamiento y disociación que ‘contamina’ el desarrollo de la misma.

Considero a esta ‘anormalidad’ como fundamental para entender la globalidad de la película. En un primer momento veía a El Estudiante como una metáfora de la política argentina. Hoy, creo que es una película sobre la política universitaria que nos permite entender mucho mejor el funcionamiento de la política argentina en general. Porque El Estudiante nos retrotrae a un comienzo –de ahí su carácter ritual y mítico– extraño, distorsionado. Lo que se plantea no es una iniciación únicamente sino un rito iniciático que ya viene envenenado por la ambición de poder, la traición y la desconfianza hacia el prójimo. La política corrupta y sucia que los argentinos conocemos tan bien es pura consecuencia de esa génesis contaminada.

domingo, 25 de diciembre de 2011

AN AMERICAN WEREWOLF IN LONDON (1981): LA DELGADA LÍNEA ROJA

Artículo originalmente publicado en la revista digital Terrorifilo.com.

Por estos días, An American Werewolf in London (1981) está cumpliendo 30 años, y por eso decidí escribir unas líneas en forma de humilde homenaje.

Allá por diciembre de 1981, varias salas de Europa y Latinoamérica recibían a una original película de terror que ya había sorprendido gratamente a los cinéfilos estadounidenses. Poco a poco, el filme se transformó en un clásico del género así como una cinta de culto para los que nos criamos durante la década de los peinados altos y las hombreras.

John Landis, director del filme, había escrito el guión a los 17 años. Sin embargo, la falta de financiamiento lo obligó a retrasar el proyecto.

La idea de Landis desde el comienzo fue nada menos que la de una nueva versión del clásico de la Universal The Wolf Man (1941), con Lon Chaney en el papel del licántropo. Pero no se trataba de una actualización de esa gema de horror, sino una vuelta de tuerca al género mismo. De ahí que la queja de los productores era que el guión era un tanto confuso, y no quedaba claro de si se querían transmitir risas o sustos.

En 1981, Landis había adquirido un cierto renombre como director de comedias gracias al éxito de Animal House (1978) o Blues Brothers (1980), hoy clásicos de culto del género. Luego de armar un equipo de producción a cargo de George Folsey Jr., productor de sus primeros proyectos, logró poner en marcha su sueño y American Werewolf comenzó a tomar forma.

La película narra la historia de dos mochileros, David y Jack, quienes recorren Europa en busca de chicas y alcohol. Luego de quedar varados en medio de la campiña inglesa, la luna llena despunta y son atacados por un salvaje lobo. Los lugareños logran detener a la bestia, pero Jack muere masacrado. David sobrevive, pero ha quedado marcado: su destino es convertirse en el hombre lobo durante la próxima noche de luna llena.

Lo que viene luego es un festival de escenas memorables, desde la transformación de David –por la que el maestro del maquillaje Rick Baker ganaría un Oscar– a sus pesadillas en las que sueña que corre desnudo en un bosque para saciar su hambre con un adorable ciervo. La película tiene un ritmo muy efectivo acompañado por una espectacular banda sonora repleta de clásicos del rock de los ’70.

An American Werewolf in London no solo es icónica por esas escenas y particularidades sino también porque se trata del comienzo de una era en la que el cine versaba sobre el cine mismo y en la que los directores y guionistas creaban historias mientras se divertían recordando las viejas películas que los marcaron durante su infancia.

Sam Raimi dijo alguna vez que sólo una delgada línea separa a la comedia del horror. Durante los ’80, Raimi, Landis y ese otro genio llamado Joe Dante supieron fusionar esos dos géneros a priori tan disímiles para demostrar ese axioma. An American Werewolf in London es prueba irrefutable de ello.

NEVER SLEEP AGAIN: THE ELM STREET LEGACY (2010): DESTRIPANDO A FREDDY KRUEGER

Artículo originalmente publicado en la revista digital Terrorifilo.com.

Este documental debería haberse intitulado “Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Freddy Krueger y nunca se atrevió a preguntar”. Se trata de una de las mejores piezas documentales de los últimos años. Es el archivo definitivo de la saga inaugurada en 1984 con A Nightmare On Elm Street, del maestro Wes Craven. Sin ninguna duda, es de visión obligatoria no sólo para cualquier fanático de dicha serie sino también para los amantes del género en general.

La película fue dirigida por Andrew Kasch y Daniel Farrands; este último, un nombre a tener muy en cuenta en términos de documentales del género de terror, creador de His name was Jason: 30 Years of Friday the 23th (2009), otra muy interesante revisión de la saga del enmascarado rival de Freddy Krueger.

Es muy difícil poder resumir en unas pocas palabras la cantidad y variedad de información que se puede encontrar en este filme. Basta decir que se trata nada menos que de un documental de… ¡¡¡4 horas!!! Así es, 240 minutos de puro bombardeo de datos, curiosidades y puntos de vista sobre el sádico desfigurado de la calle Elm.

Producido y narrado por Heather Langenkamp –¿hace falta decir quién es?–, el documental nos sumerge en un festival de datos sobre la preproducción de los filmes de la saga, anécdotas de los rodajes, secretos de las peleas internas entre productores, directores, guionistas y el elenco, y mucho más. Hasta se dedica varios minutos a analizar el subtexto de varias de las películas –es memorable en este sentido el debate que se genera en torno a A Nightmare on Elm Street Part 2: Freddy's Revenge (1985).

Como si fuera poco, todo es relatado por los propios protagonistas. Tendremos la oportunidad de ver y escuchar a los jóvenes que estelarizaron las diferentes películas, conocer qué impacto tuvo la saga en sus carreras y sus vidas. Hay fotos de rodaje, videos de pruebas de cámara, algunas escenas inéditas… En fin, una catarata de datos que serán la delicia de los fanáticos.

No hay mucho más que decir. Never Sleep Again: The Elm Street Legacy es un enorme documental que nos empalaga de pura diversión terrorífica para recordar a uno de los más queridos asesinos que invadieron la pantalla durante los gloriosos 80’s. Sólo me queda una cosa por hacer: disfrutar de este gran documental una vez más. No necesito pastillas ni un termo lleno de café. El insomnio está garantizado.

HABEMUS PAPA (2011): EL JUEGO DE LA SIMULACIÓN

Artículo originalmente publicado en la revista digital HelloFriki.com.

Nanni Moretti es uno de los directores más coherentes e inteligentes de la actualidad. Tiene una gran capacidad para surcar diferentes géneros película a película, e incluso dentro de un mismo filme, sin que su sarcasmo y ácido tono irónico se resientan. Ha sabido construir una visión crítica de la sociedad italiana a través del humor negro y la sátira exagerada típica de las grandes historias peninsulares.

Habemus Papa (2011), su última creación, no es la excepción. Moretti se sumerge en un tema delicado, no sólo para la sociedad italiana sino nada menos que para toda la humanidad, como es el mundo del Vaticano o, más precisamente, la religión en general –no necesariamente católica– tal como había hecho en uno de sus anteriores filmes, La Misa ha Terminado (1985).

La película comienza con la muerte del Sumo Pontífice. Utilizando imágenes de archivo del velatorio y entierro de Juan Pablo II, Moretti hace gala de su habilidad en el uso del aparato cinematográfico durante los primeros 20 minutos del filme para introducirnos en el Cónclave que resultará en la elección del Cardenal interpretado por el experimentado Michel Piccoli.

Ahora bien, lo que en un primer momento se caracteriza por un ritmo solemne, cuidado, reservado, silencioso, deviene en un estallido a partir de la firme negativa del nuevo Papa por encabezar la tarea que le ha sido encomendada. Esto genera un pequeño debate entre el resto de los Cardenales que circunda los ámbitos de la fe y la razón y que finaliza con la presentación de un psicoanalista, interpretado por el propio Moretti –tal como ocurrió en La Habitación del Hijo (2001)–, cuya tarea será nada menos que tratar al inseguro Pontífice.

Vale una importante aclaración acerca de las tramas que se abren a partir de ese instante: Habemus Papa no es un filme sobre el psicoanálisis. Quien busque una serie de escenas cómicas o comentarios en torno a aquella ciencia, saldrá defraudado. Hay cierta habilidad de Moretti en creer que vamos hacia aquel lugar para dirigirnos lentamente hacia otro, tal vez no totalmente diferente, pero sí a priori inesperado. El enfrentamiento cara a cara del psicoanalista y el Papa sólo se da durante unos pocos minutos. El primero deja su lugar durante la mayor parte del metraje para abrir paso al segundo o, mejor dicho, al conflicto interno del mismo. Todo gira en torno a una exploración del pasado, los recuerdos, la memoria de un ser humano común sumergido en un contexto extraordinario.

La actuación del francés Michel Piccoli es realmente interesante. Se trata nada menos que de un artista que trabajó junto a exponentes ineludibles del cine como Buñuel, Renoir y Godard, y de ahí su experiencia y facilidad para transmitir tantos sentimientos en una sola mirada, un gesto o un tono de voz. Moretti también hace lo suyo con el vivaz sarcasmo que lo caracteriza, aunque el verdadero centro no deja de ser el Papa.

Mucho se ha discutido acerca del final del filme. Decepcionante para algunos, lo cierto es que las películas de Moretti no tienen un punto medio. Se trata, de hecho, de obras que saltan de un extremo a otro, tanto en términos genéricos como narrativos. Ese es el humor propio de este director italiano que en este caso nos habla sobre esa delgada línea que separa lo simulado de lo verdadero, sobre los límites de las jerarquías de la Iglesia, pero que bien podría versar también sobre la milicia o los partidos políticos –recordemos que Moretti es un confeso militante de izquierda, por lo que conoce muy bien el ámbito de la política italiana.

Habemus Papa tal vez no sea la mejor obra de Moretti –sin duda no es la mejor para comenzar si uno no conoce nada de su filmografía previa–, pero sí resulta en un filme entretenido y que nos incita a explorar aún más la manera particular de hacer humor de este cineasta, alejada de los estándares del cine comercial hollywoodense.

BEHIND THE MASK: THE RISE OF LESLIE VERNON (2006): SÓLO PARA CINÉFILOS

Artículo originalmente publicado en la revista digital Terrorifilo.com.

Los géneros cinematográficos siempre han sido un tema polémico en el mundo del cine. Desde la irrupción de la Nouvelle Vague en los ’60, pasando por la renovación del cine americano en los ’70 y el reciclaje y mezcla de los ’80, se ha puesto en duda no sólo la causa de su origen, sino también su propia existencia. Un interesante análisis teórico especializado acerca de esto puede encontrarse en el libro de Rick Altman, Los Géneros Cinematográficos (Paidós, 2000).

Uno siempre tiene la sensación de que muchos consideran al terror como un género menor, algo que, a veces justificado a partir de pésimas películas, no tiene sustento. O al menos, a los fanáticos sinceramente no nos importa. La realidad es que se trata de uno de los géneros más genuinos –dado que versa sobre nuestros miedos y, en última instancia, sobre nosotros mismos– y completos, con derivaciones tan variadas como el cine de zombies, vampiros, metafísico, torture porn y un largo etcétera.

Uno de los más famosos subgéneros del terror es sin duda el slasher film. Surgido en cuentagotas a partir de obras maestras como Psycho (1960), The Texas Chainsaw Massacre (1974) o Halloween (1978), tuvo su estallido y auge durante los ’80. La gran paradoja fue que su surgimiento implicaba su caída. La masificación del slasher film por la posibilidad de una producción y distribución en serie a partir de nuevas tecnologías como el VHS tuvo como contrapartida la proliferación de una enorme cantidad de obras que simplemente se dedicaban a repetir las fórmulas genéricas una y otra vez. El ejemplo más palpable podría ser una de las sagas más famosas como es Friday the 13th, con nada menos que ocho títulos es apenas 10 años. Decenas de casos como este provocaron un estancamiento y el posterior declive del subgénero slasher hacia los años ’90.

Es a partir de mediados de aquella década cuando, tal como había ocurrido en los ’80 con toda una gama de cineastas cinéfilos, comienza una renovación del subgénero a partir de un joven guionista llamado Kevin Williamson. Ayudado por Wes Craven, padre de una de las criaturas slasher por excelencia como lo es Freddy Krueger, presenta una historia que le daría un original giro al terror moderno: Scream (1996).

Como indica Brigid Cherry en su libro Horror (Routledge, 2009), los géneros –y principalmente el terror– se asientan a partir del establecimiento de reglas o códigos claros pero crecen, o mejor dicho, evolucionan a partir del rompimiento de esas mismas reglas. El gran legado de Scream es nada más y nada menos que eso, destripar al género –para dar un término gore al asunto– para mostrar su propio interior, evidenciando cada engranaje de la maquinaria terrorífica a partir de la referencia explícita de sus propios recursos y su historia.

Algo similar sucede con el filme Behind the Mask: The Rise of Leslie Vernon. Esta película del año 2006 está planteada como un documental en el que un asesino serial, quien le da nombre al título, expone su macabra metodología a un grupo de periodistas. La extrema autoconciencia cinematográfica se plantea desde el primer instante. De ahí que desde el título se nos comunique la intención del filme: enfocarnos detrás de la máscara para poder ver el rostro de lo que hasta ese momento permanecía oculto. No por nada Leslie Vernon está prácticamente toda la película a cara descubierta, rompiendo de esa manera con un código fundamental del estereotipo del asesino serial, el del rostro deformado o escondido que –casi– nunca se revela.

Es interesante cómo Behind the Mask no se nutre de los antecedentes del subgénero slasher sino que integra su propia mitología al relato. Así, podemos ver cómo un hombre común y corriente intenta convertirse en el sucesor de Freddy Krueger, Michael Myers y Jason Voorhees, tomados en este caso no como personajes cinematográficos sino como realidades mismas de un pasado cercano. Es decir que el punto de partida del filme es la construcción de una historia puramente cinéfila que no tendría sentido sin la existencia de un pasado genérico concreto. A diferencia de Scream, donde la cinefilia era un dato que alimentaba el deseo del asesino –o, mejor dicho, de los asesinos– para equipararse a monstruos de la vida real como Jeffrey Dahmer o Charles Manson, sirviendo además como vehículo para la delimitación entre un pasado propiamente cinematográfico y la diégesis propia del relato, Behind the Mask propone un límite difuso entre la realidad y el cine, aumentado por su estética documental.

A partir de esto, el filme es un festival de referencias al género, pasando por el aspecto y vestimenta de los personajes, los actores que los encarnan, los diálogos y hasta los elementos de utilería que pueblan la película –tómese por ejemplo la pequeña camioneta en la que viajan los tres periodistas. Para cualquier fanático del cine de terror que se precie de serlo, es apasionante el visionado del filme con el objetivo de descubrir esta serie casi interminable de guiños cinéfilos.

Ahora bien, más allá del planteo y las referencias, lo cual no es poco, el filme en sí como producto es simplemente una obra mediocre. Las actuaciones son bastante flojas, el guión es un tanto previsible y deja varios puntos sin explicar, el suspenso es mínimo y – lo que es más importante para los fanáticos– casi no hay sangre, apenas unos manchones de un rojo irreal sobre los cuerpos de las víctimas, cuyas muertes en la mayoría de los casos son relegadas al espacio fuera de campo. Paradójicamente, una obra que intenta ser un análisis exhaustivo del subgénero, con todo lo que eso implica en términos de posibilidades de giros en la trama y la burla a los propios códigos establecidos, no llega a ser un gran entretenimiento. Es como si los realizadores se hubieran concentrado más en cómo plantear su idea –que no deja de ser original– que en contar una buena historia que atrape al espectador.

Si en Behind the Mask: The Rise of Leslie Vernon alguien espera encontrar al sucesor de los grandes asesinos seriales que poblaron el cine durante décadas pasadas, será defraudado sin medias tintas. Se trata simplemente de una obra claramente hecha por fanáticos para los fanáticos. Sólo apta para cinéfilos patológicos.

CHRISTINE (1983): MI PASADO ME CONDENA

Artículo originalmente publicado en la revista digital Terrorifilo.com.

Para un fanático del cine de terror –y del cine en general–, John Carpenter es sinónimo de buen cine. Pocos directores han sabido mantenerse tan ajenos a los vaivenes de una industria más preocupada por vender un producto que por contar buenas historias. Aún más, la filmografía de este cineasta neoyorquino es de las más coherentes de su generación. Carpenter siempre se mantiene fiel a su ideología y principios estéticos, sin importarle los resultados de crítica –en general muy buenos– y público –a veces no tan buenos.

En 1983, el director venía de dirigir lo que ya es un clásico inigualable del cine de terror, La Cosa (1982). Ya instalado como un maestro del género, llegó a sus manos un guión basado en una novela de otro maestro, Stephen King. Para ese momento, King era tan famoso gracias a sus escritos que la novela no había sido publicada todavía cuando los productores dieron luz verde al proyecto. Así nació Christine (1983), el encuentro de dos genios en el auge de su carrera.

Y la película no decepciona. Valiéndose de recursos típicos del cine de Carpenter como son actores desconocidos, escasas locaciones, una imponente banda sonora y un muy bajo presupuesto, se trata de otro cuento de terror de la factoría Carpenter.

Sin embargo, Christine es también un filme adelantado a su tiempo. Es una lección de cómo hablar sobre nuestra sociedad sin hacerlo explícitamente, metodología de la que se nutrirá el mejor cine de género de los ‘80.

Porque Christine está repleta de marcas autorales ‘carpenterianas’, no sólo desde la puesta en escena –la lucha casi inútil contra un mal abstracto, incorpóreo, cuyo origen nunca conocemos; la violencia en los diálogos; hechos oscuros y macabros que estallan en medio de un ambiente supuestamente pacífico e idílico–, sino también desde lo combativo del subtexto.

Mientras la sociedad estadounidense comenzaba la era Reagan, cuando los ultraconservadores velaban por la vuelta y reivindicación de los valores familiares de la época del sueño americano, Carpenter les da una trompada seca, milimétrica y furiosa en el rostro para advertirnos acerca de los peligros de esa moralina discursiva y superficial.

¿Qué es Christine sino una metáfora sobre un pasado –los años ’50– que acecha a aquellos que deben construir el futuro? Aún más, ¿no se trata de seres humanos que no logran ver lo horroroso y diabólico escondido debajo de lo que creen hermoso e inofensivo?

Como tantas otras veces, Carpenter hace gala de su capacidad de operación del aparato cinematográfico para crear climas que ayuden a contar una bella historia de terror. Y como en las mejores de estas historias, nos conecta con nuestras más oscuras sensaciones, aquellas que creemos haber olvidado pero que vuelven para acecharnos.

PINA (2011): SIMPLEMENTE CINE

Artículo originalmente publicado en la revista digital HelloFriki.com.

Wim Wenders lo hizo otra vez. Siguiendo el ejemplo de su compatriota y amigo Werner Herzog –otro innovador nato–, el director alemán decidió utilizar la tecnología 3D, tan de moda por estos días, para homenajear la obra de su amiga, la bailarina y coreógrafa Pina Bausch, en una película inolvidable.

Lo que podría pensarse como un mero documental sobre la vida de Bausch es en realidad una hermosa oda a su trayectoria y, principalmente, a su persona. Aún más, se trata nada menos que de un ensayo sobre el cine, sobre sus limitaciones y posibilidades.

Sin recurrir a sentimentalismos baratos ni planos pretenciosos –como ocurrió recientemente con la decepcionante El Árbol de la Vida– Wenders demuestra que para desplegar talento no hacen falta grandes presupuestos sino amor, pasión y creatividad.

La película está protagonizada por los propios bailarines de la compañía de Bausch. Son ellos quienes nos hablan de su maestra y amiga a partir de los lazos de amistad que entablaron y remitiéndose también a anécdotas acerca de los métodos de aprendizaje y autodescubrimiento planteados por la coreógrafa fallecida en 2009.

En realidad, más que hablar nos lo hacen sentir. En lo que podría denominarse ‘entrevistas gestuales’, los bailarines son identificados en plano medio frontal, sin decir una palabra. Sólo los acompaña su propia voz en off y gestos –miradas, movimientos de los ojos, los hombros y la cabeza– que intentan transmitir lo que esa voz en off indica. Al fin y al cabo, no se necesitan palabras. Como explicita Pina en algún momento, las palabras pueden ser engañosas, el cuerpo nunca lo es. Qué mejor manera de expresarse que hacer lo que mejor saben hacer los bailarines: danzar.

Las coreografías son impactantes, así como la banda sonora, absolutamente sublime. Pero lo más interesante, y que surge inmediatamente durante el visionado de la película, es la belleza de los detalles. Porque Pina es un filme sobre los detalles. Un perfecto ejemplo de esto es uno de los segmentos en los que una pareja de bailarines de la compañía despliega su talento sobre las escalinatas de un parque. En pleno clímax dancístico, un pequeño insecto cruza casi imperceptiblemente el encuadre. Ese onírico momento es a su vez amplificado por el impecable uso del 3D que realiza Wenders.

Es claro que cada encuadre de Pina fue ideado para explotar al máximo este tipo de tecnología. No hay planos magnánimos ni efectos visuales para generar emociones en el espectador a partir del aturdimiento óptico, sino puro placer visual. Y también es evidente que el 3D fue elegido no sólo por ser un recurso redituable económicamente, sino que permite comprender de otra manera el filme. Después de todo, Pina Bausch era una persona multidimensional: triste y alegre a la vez, frágil y fuerte, rígida y cariñosa. Es impecable cómo el filme hace de la coreógrafa una figura mitológica pero a su vez la muestra vulnerable, débil, melancólica.

Y aquí entra en juego la lección clave de la película. Los detalles, el movimiento, la profundidad, los gestos y las miradas. Se trata nada menos que de elementos primigenios de los que se nutre el cine. Allí está la genialidad de Wenders, en encontrar ese nexo casi igualador entre la danza moderna y la magia del cine. Es el cine en estado puro. La belleza de un cuerpo que chapotea en el agua, que se retuerce en el barro, que se arrastra por una hilera de hojas otoñales en una tarde de primavera. Es cuando comprendemos la posibilidad del cine de transmitir millones de sensaciones en un pequeño y casi insignificante movimiento.

Pero, entonces, aparece Pina sobre una pantalla cinematográfica en un archivo fílmico proyectado desde un viejo aparato. Pina ya no está presente. Es necesario traerla de vuelta para encerrarla en el doble encuadre de la proyección ‘en vivo’ de la pantalla del cine y la proyección del filme. Y volvemos a comprenderlo. Comprendemos la imposibilidad del cine de abarcarlo todo; todas esas múltiples dimensiones tan propias de cada uno de nosotros que no se pueden transmitir con palabras ni cuerpos en movimiento, sólo si nos permitimos ser nosotros mismos.

EVENT HORIZON (1997): EL HORROR DE LO INVISIBLE

Artículo originalmente publicado en la revista digital Terrorifilo.com.

“Y el universo ya no fue más que noche, silencio, inmovilidad.”

Edgar Allan Poe, “El Pozo y el Péndulo”.

El cine de terror no se trata sólo de escenas asquerosas con las que el fanático se regodea. Es necesaria una historia atractiva así como una puesta en escena al servicio de esa historia. Por eso, films como Saw (2004), si bien exitosos, probablemente queden como un lindo recuerdo dentro de unos años, mientras que obras como Halloween (1978) perduran y sirven como influencia a los nuevos cineastas.

Con Event Horizon (1997), el director británico Paul W. S. Anderson se presenta en el género terrorífico luego de incursiones bastante intrascendentes como Shopping (1994) y Mortal Kombat (1995). La historia es muy simple: en el 2047 el Event Horizon, nave espacial que se creía perdida, es encontrada. Un contingente de soldados salen en su búsqueda junto al científico ideólogo de la misteriosa nave. Pero no imaginan lo que les espera al llegar.

Partamos de una base: Event Horizon no es una obra maestra, pero tampoco resulta ser un film decepcionante. Su magra recaudación en la taquilla no ayudó a generarle buena prensa y muchos la olvidaron. Sin embargo, se destaca en varios aspectos.

En primer lugar, hay un gran trabajo de arte y maquillaje. El diseño de la nave, claramente inspirado en films como Alien (1979), contribuye a darle un marco oscuro e imponente a la película. Las escenas gore también son excelentes. Tras 15 años de un enorme avance en los efectos de maquillaje, esas escenas hoy siendo fuertes.

El segundo punto a favor son los actores. Hay pocos personajes, pero los nombres de Lawrence Fishburne y Sam Neill sostienen la película durante algunos pasajes en los que el guión flaquea.

Finalmente, lo más relevante del film es el concepto alrededor del cual gira la historia. En Event Horizon no hay una criatura extraterrestre que elimina a los personajes uno a uno. Tampoco hay una fuerza externa concreta que actúe como oposición a los protagonistas. El gran villano es la inmaterialidad, la invisibilidad de lo horroroso.

En este sentido, hay una reminiscencia a esa concepción ‘carpenteriana’ de la inmaterialidad del mal, una fuerza destructora y perversa que no puede verse ni tocarse, y de la que no conocemos origen alguno. No hay daño corporal directo producto de esa fuerza sino que éste es consecuencia de los horrores mentales y psíquicos que ese poder maligno ejerce sobre los personajes.

Tal vez la mayor falla de la película es no explotar más en profundidad este atractivo concepto. Las acciones se suceden de manera rápida y no llega a generarse un clima previo lo suficientemente intenso como para lograr un shock más perdurable en el espectador.

De todas formas, Event Horizon resulta una buena propuesta que demuestra que lo invisible puede ser infinitamente más horroroso que lo concreto.

sábado, 24 de diciembre de 2011

THE TREE OF LIFE (2011): SIN LUGAR PARA EL CINE

Artículo originalmente publicado en la revista digital HelloFriki.com.

Nos encontramos en una época en la que los premios en general no son indicadores de nada. De hecho, puede decirse que muchas veces son contraproducentes para con los filmes premiados.

El caso de The Tree of Life puede ser emblemático a este respecto. Es nada más y nada menos que la última ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes. Sin embargo, el filme resulta ser, si bien un espectáculo visual interesante, un relato anodino y totalmente previsible que no genera ninguna emoción.

La película gira en torno a Jack –interpretado por Sean Penn–, un hombre en conflicto existencial por la difícil relación con sus padres –Brad Pitt y Jessica Chastain– y la pérdida de uno de sus hermanos. Es una historia explorada mil veces en el cine. El problema no es la historia en sí, sino la manera en que es plasmada por Malick.

Los temas tratados en el filme son totalmente triviales. Es cierto que los tópicos en los que indaga el cine son casi siempre los mismos dado su carácter universal. Pero donde The Tree of Life deja un sabor amargo es por la forma en que son investigados. ¿Qué es Dios? ¿Cómo es? ¿Existe? ¿Cómo saberlo? ¿Es bueno? ¿Por qué existe el mal si Dios es bueno? Este tipo de preguntas son las que están presentes casi explícitamente a lo largo de la película. El problema no es que estén ahí, sino que la obra de Malick se queda simplemente en preguntas que hemos escuchado millones de veces.

A cada momento parece haber un subrayado de ciertos temas de manera casi infantil. Ejemplo: durante las escenas en las que se narra la infancia de Jack, el director nos introduce en una sucesión de hechos que nos permiten ver cómo el niño recorre una etapa de indagación y descubrimiento de lo que lo rodea. Es en ese momento cuando, mientras el pequeño Jack recorre una calle con su madre, vemos un plano de un perro amenazante con sus filosos dientes. Jack se esconde detrás de su madre. La siguiente escena es un primer plano de la madre de Jack preguntando: ‘¿Tienes miedo?’. ¿Es esto necesario? ¿No es suficiente el gesto del niño escudándose detrás de su madre ante la amenaza del can invadido por la furia? Como éstos, hay muchos ejemplos que parecen indicar una cierta tendencia de Malick a subestimar al espectador.

En el aspecto visual, The Tree of Life es cautivante. La fotografía del mejicano Emmanuel Lubezki es maravillosa. ¿Pero eso alcanza? Los efectos visuales son impactantes. ¿Pero son necesarios más de 20 minutos de escenas de la creación del universo, incluyendo amebas y dinosaurios? (Como dato extra, estas escenas están acompañadas por música clásica, algo que no inventó Malick sino que le debemos al maestro Stanley Kubrick).

Pero la mayor falla de El Árbol de la Vida es que hay una necesidad permanente de dotar al filme con un ritmo de causalidad que entra en contradicción con las ideas que pretende postular. Si indagamos sobre nuestra fe y existencia, la respuesta desde el cine no puede ser un mero encadenado de causas con previsibles efectos. Sabemos que Jack tiene un padre violento. Lo lógico es que Jack se convierta en un joven violento. Y sí, es lo que ocurre. Y lo vemos, y hay un subrayado de ello. Todo es un dominó. Tal como luego del Big Bang made in Malick, llegan los dinosaurios, que luego serán borrados de la faz de la Tierra por un meteorito. Es decepcionante cuando temas como los nombrados anteriormente son trivializados de tal manera.

El arte es lo indescriptible, lo ambiguo, lo imprevisible, la sorpresa, la duda. La fe es eso. Nuestra existencia es eso. El cine es eso. Pero The Tree of Life no deja lugar para el cine.